Ennio Morricone (2019) WiZink Center. Madrid

Crónicas
ENNIO MORRICONE EN MADRID. Foto: RICARDO RUBIO

Ennio Morricone en el WiZink Center de Madrid: El Morriconazo

Apenas cuatro días después de corear The ecstasy of gold junto a 68.000 personas al principio del concierto de Metallica -¿cuántos siglos lleva el grupo con esta introducción?-, ahí estaba su autor, Ennio Morricone, interpretándola en vivo en el WiZink Center a través de los 200 músicos que integran su Orquesta y Coro. Casi nada.

Se me pone la piel de gallina sin querer, debo confesar. Soy humano, huelga recalcar. Imposible no fliparlo. Y no una, sino dos veces, pues el maestro romano de 90 años aún ordenó interpretarla una segunda vez en los bises. Fueron dos momentos de esos de abrir compuertas sensoriales y tratar de recibir todos los estímulos a la vez.

Parecido con The man with the harmonica, otra inevitable conexión de Morricone con el rock en este caso a través de Muse, que siempre la interpreta antes de su tormenta épica en forma de Knights of Cydonia. De hecho, resultaba complicado no anticiparse al momento en el que la épica de Ennio pasa a manos de Matthew Bellamy y los suyos, aunque no fuera momento para ello -qué bien enlazan ambos temas, caramba-.

Quizás fueran estos los dos momentos más recordables del recital de Ennio Morricone este 7 de mayo en el WiZink Center o quizás no. Porque también sonaron pasajes de Los Intocables de Elliot Ness, Novecento, Cinema Paradiso o La Misión (muy tocho lo de Gabriel’s Oboe, la verdad). Casi nada. Todo ante 10.000 personas que abarrotaban el lugar en respetuoso silencio, roto tan solo puntualmente cuando alguien no podía contener un «¡bravo!» de purita admiración.

Un ‘Morriconazo’, en definitiva. Pero entremos en materia. No es Ennio Morricone (Roma, 1928) un rostro popular de esos que salen reiteradamente en la gran pantalla. Tampoco es director, ni productor, ni ocupa alguno de esos puestos importantes que toman las grandes decisiones en la industria cinematográfica. Pero, sin embargo, es un nombre esencial para entender la historia del cine de las últimas seis décadas, pues a través de sus bandas sonoras ha dibujado con música escenas imperecederas.

El italiano, de hecho, ha trabajado en medio millar de películas y series de televisión, aunque no sea lo suyo una cuestión de cantidad. Lo que ocurre es que, en su caso, la calidad resulta mágicamente inherente. Por eso su música ha conseguido ‘el más difícil todavía’ de salir del interior de las pantallas y encontrar acomodo en la siempre caprichosa memoria colectiva.

No en vano, extractos de sus obras suenan siempre, por ejemplo y como ya hemos dicho, en conciertos de Metallica –The ecstasy of gold, de El bueno, el feo y el malo (1966)- o Muse –The man with the harmonica, de Hasta que llegó su hora (1972)-. No faltaron ninguna de las dos, para jolgorio de un público que luchaba por mantenerse sentado y en silencio. Estas conexiones, además, le dan a Morricone ese estatus de compositor clásico a la par que pop. De icono de la cultura popular de nuestro tiempo, en definitiva.

Eso explica también su profundo predicamento entre el público, que agotó rápidamente las entradas para cada uno de sus dos recitales en el WiZink Center de Madrid dentro de este ‘The Final Concerts World Tour‘. Una despedida de los escenarios que recala en la capital tras su reciente paso por Bilbao -también sold out- y que, después del concierto de este martes, tiene una última repetición el miércoles.

Pone fin así el compositor y director de orquesta a más de sesenta años de creación constante. Y lo hace a lo grande, desatando toda la épica y la grandilocuencia que recorre su obra y que ayudó a aumentar la intensidad de tantas historias que, indudablemente, otra cosa serían sin su música.

El público, siempre soberano, lo sabe y le recibe puesto en pie con ovación cerrada. Él, vestido de riguroso negro, saluda agradecido y sin solución de continuidad se gira, mira a sus músicos, se sienta de espaldas a los 10.000 asistentes y alza la batuta. Mueve las manos con la delicadeza de un prestidigitador y empieza a sonar la música, interpretada por una orquesta y coro de 200 personas que interpretan una selección -ardua tarea de síntesis- de sus composiciones más aplaudidas.

Todo un recorrido musical y un viaje emocional que arranca bajo el epígrafe de Épico histórico, que incluye Los intocables de Eliot Ness (1987, Brian de Palma) y La carpa roja (1969, Mikhail Kalatozov). La música de Novecento (1976, Bernardo Bertolucci) ha levantado al público de sus asientos recibiendo una de las respuestas más entusiastas de las dos horas de velada. Alguien grita «¡bravo!» y el maestro se gira agradecido entre los aplausos.

La música de Átame (1989, Pedro Almodóvar) acelera el tempo con una instrumentación que, además de las generosas cuerdas y los rotundos metales, incorpora guitarra eléctrica y, sobre todo, batería. La sintonía de la serie de televisión Nostromo (1997) es después un gran giro y momento de lucimiento de la soprano Susanna Rigacci.

El spaguetti western de Sergio Leone ha tenido su propio espacio con las mencionadas Hasta que llegó su hora, y después con y El bueno, el feo y el malo. Los asistentes pareciera que literalmente cabalgan sobre sus butacas, trasladados por el poder de la música a esos áridos desiertos almerienses en las que discurrían estas inolvidables películas: ‘Las de vaqueros’. Un bloque egregio al que solo le ha faltado el colofón de Morricone disparando al aire.



SEGUNDA PARTE

En lugar de a pistoleros, The ecstasy of gold dio paso a un descanso de 20 minutos, tras el cual se mantiene la temática del western al enlazar muy adecuadamente con Los odiosos ocho (2015), la banda sonora para el western de Quentin Tarantino por la que Ennio ganó, al fin, su primer Oscar después de haber sido nominado hasta cinco veces antes -aparte, en 2007 fue reconocido con el Oscar honorífico a toda su carrera-.

La velada se adentra en el cine social con la voz solista de la portuguesa Dulce Pontes e interpretaciones de títulos como La luz prodigiosa (2003, Miguel Hermoso), La batalla de Argel (1966, Gillo Pontecorvo), Sostiene Pereira (1996, Roberto Faenza) o Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (1970, Elio Petri).

Especialmente emocionante resulta el desenlace con tres piezas de La misión (1986, Roland Joffé) y el respetable aullando. Pero no acaba aquí. Como los viejos rockeros, hay tiempo para varios bises que incluyen la aplaudida música de Cinema Paradiso (1988, Giuseppe Tornatore) y, de nuevo The ecstasy of Gold, aún más épica. Incluso o sale otra vez Dulce Pontes a escena para rematar, ahora sí, a la tercera, repitiendo La luz prodigiosa.

Acaban así dos horas y media de generoso recital, con música ‘cinéfila’ interpretada ante un público silencioso y reverencial. Así se materializa cada noche el truco de magia final de Ennio Morricone: Conseguir, marcando el ritmo con el hipnótico aleteo de sus manos, que saquemos del fondo de nuestro baúl de los recuerdos imágenes que ni sabíamos que ahí guardábamos.

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