– Koma (2002) Sala Gruta 77. Madrid

Crónicas

Lugar: Sala Gruta 77. Madrid

Fecha: 13 febrero 2002

Asistencia: 500 personas

Precio:

Artistas Invitados:

Músicos: Duke (voz y guitarra), Rafa (bajista), Juan (baterista), Natxo (guitarras)

Crónica publicada en Los+Mejores Rock Magazine:

Su única ilusión desde hacía tiempo era quedarse sordo. Pero sordo, sordo, de los que no oyen ni el aterrizaje de un boeing 747 en la terraza de su casa. Treinta años martirizándose a través de los oídos eran más que suficiente. O al menos eso le parecía. Los ruidos característicos de la gran ciudad, insultos, estupideces, bachata, reggeton, políticos, periodistas del corazón, periodistas deportivos, curas, Los 40 Principales… definitivamente era la solución menos drástica. La sordera se le antojaba ideal como parte de un futuro feliz y soleado en el que no tendría que escuchar las horribles voces del resto de seres humanos.

Porque desde su más tierna infancia todos sus recuerdos auditivos le producen mal rollo. Nunca pudo soportar al resto de niños de la guardería pegando gritos y llorando a pleno pulmón por cualquier motivo estúpido. Le molestaba especialmente que su madre le llamara a gritos por la terraza reclamándole que dejara de jugar con la pelota y subiera a casa a comer, a merendar, a cenar, a hacer los deberes o ¡a dormir! ¿Por qué? Los discos de Camilo Sesto que su hermana ponía una y otra vez tampoco eran uno de sus recuerdos más gratos. Menos los de José Luis Perales. Algo más los de Led Zeppelin, Deep Purple, Boston o AC/DC. De estos últimos aprendió que gracias al rock duro podía evadirse de una manera sorprendentemente efectiva del mundo real.

Fueron pasando los años y se convirtió en una enciclopedia andante del rocanrol. En cuanto fue capaz de ahorrar unas cuantas pesetas fue a su primer concierto. Cada vez que ahorraba un poquito más se lo gastaba en discos. Siempre más alto, más largo, más fuerte, siempre buscando algo más bruto que lo anterior, algo que escuchar mientras los demás movían sus labios a su alrededor, siempre con los cascos puestos, siempre con su walkman Aiwa petando a tope. Tantos walkmans tuvo y a tantos conciertos fue que la música ya era lo de menos para él. Incluso llegó a encontrar melodioso el ruido de las hormigoneras. Alguna vez se emocionó y se avergonzó al ser descubierto en estado de trance por el obrerete de turno.

Ramones, Guns n’ Roses, Queen, Van Halen, Thunder, Placebo, Offspring, Pennywise, Platero y tú, Hamlet, Leño, Rosendo, Mago de Oz, Soziedad Alkohólika, Rage Against the Machine o AC/DC fueron algunos de los grupos que vio en directo. En un concierto de Hamlet fue cuando por primera vez sintió algo cercano al placer. En un momento dado la batería y las guitarras atronaron con tanta potencia que le provocaron un ligero desequilibrio. Le flaquearon las piernas, sintió cómo se le iba la cabeza y a punto estuvo de caer de rodillas ante el mismísimo Satán. La sensación, aparte de placentera, le resultó reveladora y le abrió las puertas hacia un nuevo mundo de posibilidades.

Quería quedarse sordo, que sí. Nunca le gustó hablar, nunca le gusto escuchar. Disfrutaba con el silencio o con volúmenes brutales. Se acostumbró a ponerse siempre lo más cerca posible de los altavoces en los conciertos. En más de una ocasión tuvo la sensación de que le sangraban las orejas, pero se equivocaba. Los auriculares le duraban apenas un par de semanas y entonces dejaban de escucharse, seguramente acojonados por la sobrecarga de trabajo a la que se veían sometidos.

En estas andaba cuando se enteró de que Koma visitaban Madrid para dar un concierto. Tenían fama de ser verdaderamente bestiajos, así que no lo dudó y allí que se plantó. Fue con tiempo para poder colocarse convenientemente delante de los altavoces. Gruta 77 era una sala pequeña, lo cual prácticamente le permitía apoyarse en ellos para sentir las vibraciones. Para cuando se apagaron las luces era un manojo de nervios, una concentración insoportable de ansiedad que sencillamente no podía esperar más para darse todo un atracón de decibelios. Había puesto todas sus esperanzas en este grupo y confiaba en que no le fallarían.

Los primeros riffs de guitarra fueron todo un bofetón con la mano abierta en plan Bud Spencer. Casi le tiraron al suelo pero se mantuvo sólido, impertérrito, solemne casi. Llevaba encima muchas horas de entrenamiento y había aprendido, como un buen boxeador, a encajar los golpes de manera admirable. Un tipo de seguridad le emplazó varias veces a que se alejara de los altavoces, que se movían violentamente ante tal demostración de furiosa electricidad, pero él le pidió con lágrimas en los ojos que, por favor, le dejara permanecer allí. Alucionado y sin palabras, el tipo le dejó abandonado a su suerte.

El catador de vinagre casi le llevó al orgasmo. Jack Queen Jack le provocó mareos, arcadas y un leve vómito, aparte de una sonrisa de lado a lado de la cara. Mi Jefe resultó ser el balazo en la cabeza que imaginaba que sería. En ese instante comenzaron a pitarle los oídos fuertemente, sensación acompañada de un dolor punzante como si le estuvieran clavando mil agujas en el tímpano. Abandonó su lugar para acercarse al baño pero, mareado, no fue capaz de atinar con la puerta y cayó al suelo empujado por la marea humana que en pogo infernal hacía temblar los cimientos de la sala. Dos chavales le levantaron y le plantaron en el mismo sitio en el que llevaba todo el concierto.

Estaba resultando tan doloroso como había previsto. Tanto que por momentos no sabía si le estaba gustando. Pero sí. Miraba alrededor y allí estaban varios centenares de personas pegando gritos, coreando, dándose patadas, codazos, empujones… y en el escenario un grupo de tipos con pinta de picapedreros antipáticos repartiendo hostias en un antro de carretera a las 5 de la mañana. El pitido iba a más y a más. Para cuando el concierto acabó era incapaz de moverse del sitio. Estaba feliz.

Agarrándose a las paredes consiguió abandonar el local. Todos pensaban que estaba completamente borracho, y lo cierto es que lo estaba, pero no de alcohol. Estaba borracho de decibelios. Más que borracho, drogado. Una sobredosis en toda regla. Le dolía pero estaba convencido de que lo había logrado y comenzaba a paladear su victoria contra sí mismo y contra el mundo entero. Ya nunca más tendría que escuchar sandeces, que soportar estupideces, estridencias, que soportar a Madrid. Nunca más. Ya todo sería bonito.

En la calle, a pesar del intenso (polar o siberiano, qué más da) frío de febrero, se apoyó sobre un coche y miró a su alrededor. Nada. Piiiiii. Sólo piiiii. Era cuestión de minutos que de piiii pasara al silencio más absoluto. Un líquido raro brotó de sus orejas. Tenía que ser una buena señal. Era dolor. Era el dolor previo a la felicidad. Era su maldito parto, el alumbramiento de su nueva vida, sin anestesia y sin epidural. Se quedó embelesado imaginando lo que sería pasear por Cuatro Caminos sin escuchar música caribeña. Nunca mais, se dijo.

«Perdona chaval, ¿tienes un cigarro?», le dijo alguien. «¿Cómo?», respondió él. «Que si tienes un cigarro», otra vez. «¡Maldita sea! ¡Mierda! ¡No tendría que escucharte! ¡No tendría que escucharte!», gritaba mientras le agarraba por la pechera. Asustado por su mirada perdida, el fumador poco equipado salió corriendo calle abajo. No lo había logrado. «¿Cómo era posible?» Enfurecido, repartió patadas en los retrovisores de los coches que encontró a su paso, rompió algunas lunas a puñetazos, rugió y rugió, buscó pelea pero no la encontró. Nadie estaba lo suficientemente loco como para pelearse con un Mr. Hyde completamente fuera de sí.

Al fondo de General Ricardos, una luz verde solitaria en la noche. Alzó la mano, lo detuvo. Entro al taxi y le dio la dirección de destino del viaje. El taxiste le respondió y él, tristemente, le escuchó. Sentado en el asiento trasero, agachó la cabeza y la puso entre sus piernas. Primero suspiró. Luego sollozó. Después rompió a llorar. Para animarle, el taxista no dijo nada, sólo puso algo de música. Música caribeña. «De puta madre».

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