Andrés Calamaro: Hay que querer conseguir por qué vivir

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El nuevo disco de Calamaro, Cargar la Suerte (Universal Music, 2018), me mantiene ahí aferrado. Y mira que no hay muchos discos que me peten la patata. Pero aquí tenemos uno. Y no es que yo haya sido nunca especialmente calamarista, pero lógicamente es un ente que siempre ha estado ahí. Por supuesto, tengo canciones favoritísimas como Paloma, y ahí están Alta Suciedad y Honestidad Brutal, que son exactamente lo que anticipan sus títulos y por eso resultan fascinantes -más y más según cumplimos todos años-.

Pero no sé, algo pasó este diciembre, muy a finales. Después de una de esas comidas repletas de rostros sonrientes que se alargan hasta medianoche. Porque ya se sabe que después de la celebración llegan las consecuencias que son, claro, inevitables. Aquella noche de aquel día, ya muy tarde, de hecho, y tocado no solo físicamente, sino de pleno, se cruzó Andrés en mi camino. Porque esa es una de las cosas que puedan pasar cuando te pasas: Que aparecen los cantantes.

Resulta que después de doce horas comiendo un poco y bebiendo demasiado, me vi en mi rincón preferido de la cocina de casa a oscuras apurando la penúltima de la penúltima de la antepenúltima. Y entonces aparece Andrés: «Mi ranchera es la vida que me toca. En la mesa del rincón estoy bebiendo. Siento tanto, el sentimiento que me quema. Mientras tanto por inercia voy viviendo».



Es uno de esos momentos en los que te ves desde fuera, así con la cámara elevándose a toda velocidad y te conviertes en un personaje de canción. Te retumba por dentro y escuchas la campanada. Por eso tragas otra vez. «Lo sospecho con el pecho, echo de menos mi techo pero no se me nota», canta el argentino en Cuarteles de Invierno, una de las canciones que están marcando esta etapa de mi vida.

Es maravilloso cuando coincides en el espacio y en el tiempo con una canción. Cuando eres chaval parece que ocurre más, pero luego es todo mentira. Como todo lo que te pasa, que también es una chorrada de la hostia. Pero llega un momento en el que repentinamente todo es tan importante como parece. Te quedas clavado entonces porque entiendes que pasaste el rubicón.

«Saco pecho y me voy al encuentro de mi destino», dice otro verso. Por lo que sea, esta vez sí estoy dentro de Calamaro. Porque su Cargar la Suerte es un álbum rotundo en lo musical, pues combina llega hasta el rock duro y se mueve bien en la canción de autor, pero que además remata en lo lírico: «Me vuelvo echando menos algunos amigos buenos y, además, las pequeñas grandes cosas» (todo esto lo explica el argentino mejor en la entrevista que publiqué en Europa Press, aunque ya os anticipo que comprar el pan es una de esas cosas que por lo que sea me hacen extremadamente feliz).

«Para qué aburrir al termo con el agua casi hervida», plantea en esa delicada bravuconada que es Diego Armando Canciones en la que además sentencia: «Para qué guardar rencor si puedo cantar durmiendo». Confesaba Andrés en noviembre en Madrid que escribía las letras mucho antes que las canciones y eso lo explica todo, porque en Las Rimas no cabe nada más que se pueda decir, pero me quedo con la sentencia titular: «El amor en tiempos de Ibuprofeno».



Y aún lanza una de esas estrofas dislocadas sin fin pero repletas de musicalidad: «No hay camino que no empiece con un beso, pero vas a terminar sintiéndote preso. Preso de los niños, de los cumpleaños, pensando quién va pagar los daños. Y no te pesan las pajas, te pesan los años, y los reflejos del espejo son extraños. Parecía que era tiempo bien usado pero quiero mi lanza romana en el costado, no soy el nazareno en la cruz clavado, el Museo del Prado es todo falsificado. Esto no es un campo de concentración, no me acuerdo de la letra de ninguna de mis canciones, no tengo tiempo para más emociones. Demasiada pelusa para tan pocos ombligos. Que vuelvan los hijos y los nietos perdidos».

Probad a escuchar semejante aluvión en un rincón oscuro tomando la penúltima de la antepenúltima, con las luces apagas en uno de esos días de diciembre en los que la ciudad va a toda hostia. No hay forma humana de asumirlo, aunque por suerte luego suena Siete Vidas, que es básicamente una canción heavy con un estribillo propio de Iron Maiden: «El tiempo conoce mi sombra, el viento me nombra, ahora soy príncipe y mendigo, ahora soy torero y bandido». Por lo que sea, casi me rompe más el corazón este pasaje cercano al metal que toda la andanada de Las Rimas que, en cualquier caso, me mantiene noqueado.

«En mi cabeza tengo las preocupaciones y en el pecho sigue el corazón abierto», remata Andrés, que luego canta en Falso LV, otro de los cortes decididamente rockeros con su elocuencia habitual: «La revoluti ya no es lo que era, sin guillotina ya no hay revolución, es un falso Louis Vuitton, casi una mentira, vienen con camisetas de rock y peluquería falso LV».



My Mafia me resulta emotiva porque defiende esas amistades duraderas que superan el paso del tiempo. Porque todos hemos sentido que lo que había ahí era para siempre, pero luego se esfumó. No eran mafia entonces y eso entronca con al Adán Rechaza la manzana vestida con apenas una hoja de la siguiente canción. «Las leyes de la tribu y las del corazón nunca son las mismas leyes», canta como si no fuera obvio.

La movida acaba con Voy a volver, que definitivamente me parece de lo mejor que he escuchado nunca de Calamaro. Es lo último que escuché la otra mañana, bastante aposta, mientras llegaba al hospital con el deseo infinito de largarnos de allí después de dos días tontos con el pequeño de la casa (que tiene un puto año) allí encerrado: «Hay que querer conseguir por qué vivir». Yo mismo me monté el entorno, puse la banda sonora y lo clavé y, desde entonces, ya va a ser siempre así. 

Va a ser siempre Calamaro cargando la suerte y nosotros, los demás, tarareando alrededor y bebiendo desde el rincón con la esperanza de que todo va a ser mejor: «Con cada paso que doy siento que ya estoy llegando». Y así fue y de allí nos fuimos. Y desde mi rincón sigo brindando ahora que todo lo chungo pasó pero las canciones siguen aquí. 

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